La semana pasada estuve en Nairobi, trabajando intensamente. El miércoles, el mismo dÃa que tomaba el avión de vuelta, tuve oportunidad de darme una vuelta por el parque nacional de Nairobi, una extensión de terreno salvaje a 20 minutos del centro de la capital keniana.
Si no hubiera sido por esa excursión, muy provechosa para una europea que pisa el centro de Ãfrica por primera vez, no habrÃa podido darme cuenta de lo cerca que me encontraba de las grandes reservas africanas, en donde todo tipo de animales campan a sus anchas, entre Tanzania y Kenia. Una vez que te encuentras en el campo africano, en la sabana, aunque sea sólo un rato, entonces la cosa cambia.
Porque hasta ese momento sólo me habÃa movido por la ciudad como si fuera una reportera de guerra: en coche de la Embajada al hotel, del hotel a la Embajada, sin pisar la calle. Calle en la que, por cierto y por otra parte, no se puede fumar.
Esto ocurre porque una empresa estadounidense muy importante decidió -el colonialismo estadounidense es asÃ- “patrocinar” una muy restrictiva ley en contra del tabaco. Desde hace unos meses está prohibido fumar en todos los lugares públicos de Nairobi (parece que a Mombasa y a otras ciudades aún no ha llegado este desquicie), y como la calle se considera un lugar público, no se puede encender un cigarrillo. En una ciudad en la que apenas hay aceras. En fin.
Los kenianos son abiertos, agradables, dispuestos, amables y dignos. Pegan la hebra a la menor oportunidad, y siempre tienen algo interesante que contar, sobre todo si hablan con alguien que tanto desconoce de su paÃs y de su(s múltiples) cultura(s).
Sin duda, regresaré lo antes posible a Nairobi, pero no me quedaré más que lo justo para viajar desde allà al Masai Mara y a la costa. Y volveré con otro espÃritu, como turista y con relajación. Que el paÃs bien lo merece.
1 comentario por el momento ↓
Y la próxima en buena companÃa, cielo.
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